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¡COBREN ALIENTO, MIS QUERIDOS AMIGOS!

Charles H. Spurgeon (1834- 1892)


“Puso también a los sacerdotes en sus oficios, y los confirmó en el ministerio de la casa de Jehová” (2 Crónicas 35:2).


Como recordarán, en los primeros años de su reinado, Josías se levantó contra las idolatrías prevalecientes para eliminarlas del país. Luego decidió reparar y hermosear el templo. Después de eso, la meta de su corazón era restaurar los servicios sagrados, observar las fiestas solemnes y reavivar el culto a Dios en el debido orden, según las palabras del libro del Pacto que fue encontrado en la casa del Señor. Nuestro texto nos explica algo del método que utilizó para realizar la obra y éste puede muy bien servirnos como modelo.


Lo primero es conseguir que cada uno esté en el lugar que le corresponde. Lo segundo es que cada uno esté contento en el lugar donde está, a fin de que lo ocupe dignamente. Supondré, queridos amigos que, por la providencia de Dios, cada uno de ustedes está en el lugar que él le ha asignado, que por la dirección del Espíritu de Dios ha buscado y encontrado la manera exacta de ser útil y que lo está siendo. En esta ocasión, no pretendo mostrarles cuál es su lugar, pero digamos que es bueno que se quede usted donde está; mi objetivo será animarle a realizar bien su trabajo para el Señor sin desanimarse. No pienso tanto predicar, como hablar a personas en diferentes condiciones en la obra del Señor que están desanimadas, a fin de entusiasmarlas, de juntarlas con nosotros y alentarlas a mantenerse fieles. Quiero enfocarme en seis tipos de cristianos…


I. A aquellos que piensan que no pueden hacer nada. Me dirán que en un sermón como éste no se aplica a ellos ni siquiera una frase. Si lo que voy a hacer es animar a este tipo de hermanos a servir en la casa del Señor, lo que diga, ¿será en vano para ellos porque no pueden hacer nada? Bien, queridos amigos, no den eso por sentado. Tienen que estar muy seguros de no poder hacer nada, antes de que me atreva a hablarles como si eso fuera cierto, porque a veces, uno no encuentra la forma de hacer las cosas porque no tiene la voluntad de hacerlas. Aunque no iré al extremo de afirmar que éste es su caso, bien sabemos que, a menudo, el “no puedo” significa “no quiero” y, “no haber tenido éxito”, significa que “no lo he intentado”. Quizá usted ha estado tan desalentado que ha usado su desaliento como excusa para no intentar nada y su inacción lo ha llevado a la indolencia. Si alguno, con la idea de que no puede levantar la mano derecha nunca la mueve, no me sorprendería si después de semanas y meses ya no la puede mover. De hecho, se paralizaría sin ninguna razón, excepto porque no la ha movido. ¿No le parece que, antes de que sus músculos se pongan rígidos, le convendría ejercitarlos haciendo algún tipo de trabajo? Especialmente ustedes, jóvenes, si no trabajan para el Señor en cuanto se convierten, les será muy difícil hacerlo más adelante. He notado a menudo que las aptitudes vienen con la práctica; las personas negligentes y perezosas se van debilitando y terminan siendo inútiles. Usted dice que no puede mover el brazo y, entonces, no lo mueve. Cuidado porque, con el tiempo, su pretexto se convertirá en la razón de una incapacidad real.


Pero digamos que lo que ha dicho es cierto. Usted está enfermo. El vigor que sentía cuando gozaba de buena salud ha desaparecido. Sufre dolor, cansancio y agotamiento. A menudo, ni siquiera puede salir y ahora su casa parece todo el día un triste hospital, en lugar de un hogar alegre cuando llega la noche. Por lo tanto, es cierto que poco puede hacer, tan poco que termina creyendo que no puede hacer absolutamente nada. Pensarlo le es una carga. Le gustaría poder servir al Señor. ¡Cuántas veces ha soñado con el placer de hacer algo, desde que ya no puede hacerlo! ¡Qué dispuestos estarían sus pies a correr! ¡Qué listas sus manos para trabajar! ¡Qué contenta su boca para testificar! Envidia usted a los que pueden y usted los imitaría y superaría; no es que les desee ningún mal, pero anhela devotamente poder realizar alguna obra personal en la causa de su Señor.


Ahora bien, quiero animarle, en primer lugar, recordándole que la Ley del Hijo de David es la misma que la ley de David mismo, y conoce usted la ley de David concerniente a los que salían a la batalla. Había algunos lisiados y algunos que tenían alguna incapacidad que les impedía ir al frente y, a ellos, los dejó en las trincheras cuidando los pertrechos. “Pues bien”, les dijo, “están ustedes muy cansados y enfermos. Quédense en el campamento. Cuiden las tiendas y las armas mientras nosotros salimos a pelear”. Resulta que llegado el momento de la repartición, los hombres que fueron al frente de batalla se creían merecedores de todo el botín. Dijeron: “¡Estos no han hecho nada! Se han quedado en las trincheras. No les corresponde parte del botín”. Allí mismo, en ese mismo instante, el rey David dictó la ley que decía que ambos grupos tenían que compartirlo equitativamente: los que habían quedado en las trincheras y los que habían librado la batalla. “Porque conforme a la parte del que desciende a la batalla, así ha de ser la parte del que queda con el bagaje; les tocará parte igual. Desde aquel día en adelante, esto fue por ley y ordenanza en Israel, hasta hoy” (1 S. 30:24-25). No es menos generosa la Ley del Hijo de David. Si por enfermedad se ve usted confinado a su casa – si por alguna otra razón, como edad o debilidad, no puede estar al frente de batalla – pero es un verdadero soldado y realmente siente que si pudiera, pelearía, compartirá las recompensas con los mejores y más valientes soldados que, vestidos con la armadura de Dios, se enfrentan y luchan contra el adversario.

Hermanos, no tienen ninguna razón para envidiar a los que son diligentes y exitosos en el servicio de Cristo, aunque sí pueden admirarlos todo lo que quieran. Les recuerdo una Ley del Reino de los Cielos que todos conocemos: “El que recibe a un profeta por cuanto es profeta, recompensa de profeta recibirá” (Mt. 10:41). Por cierto, es un cargo espléndido el de ser un siervo del Señor. David así lo consideraba porque en el comienzo de algunos de sus salmos leemos: “Oración de David, siervo de Jehová”, nunca “Oración de David, Rey de Israel”, porque consideraba de más valor ser un siervo de Dios que ser un rey de Israel. Tener buena salud y energía, habilidad y oportunidad de cumplir una misión para el Maestro son muy deseables, pero estas no deben considerarse siempre como pruebas de salvación personal. Alguien puede predicar admirablemente y realizar maravillas en la iglesia y, aun así, no ser partícipe de la gracia salvadora. Recordemos la ocasión cuando los discípulos volvieron de predicar y dijeron: “Señor, aun los demonios se nos sujetan en tu nombre”. A esto el Señor les respondió: “Pero no os regocijéis [de eso]… regocijaos de que vuestros nombres están escritos en los cielos” (Lc. 10:17, 20). Entre ellos estaba Judas; Judas echaba fuera demonios; Judas predicaba el evangelio y, aun así, era hijo de perdición y está perdido para siempre. El hecho de que no pueda usted hacer mucho, no significa que no sea salvo; asimismo, si se encuentra entre los obreros cristianos principales, eso no prueba que es un hijo de Dios. No se preocupe, entonces, porque ya no puede participar de las alegres actividades que otros comparten. Si su nombre ya está escrito en el cielo y su corazón verdaderamente sigue al Señor, tendrá abundante recompensa en el gran Día Final, aunque aquí esté condenado a sufrir, en lugar de gozar la dicha de ser un obrero en acción.


No obstante, a mí me parece muy posible que algunos de ustedes, queridos amigos, que están tristes, están sumiéndose en tinieblas más profundas que su caso merece. ¿Es su vida realmente una rutina aburrida, que por falta de variedad y actividades entusiastas, no deja ningún recuerdo? Creo que no. “Las ricas reliquias de una hora bien vivida”6, a veces, se presentan en su camino como un haz de luz que nos alegra a los demás, aunque usted no lo note. ¿Es usted paciente en medio de sus sufrimientos? ¿Se esfuerza por controlar las pasiones de la carne, gobernar su espíritu, abstenerse de murmurar y por fomentar la alegría? Eso, mi amigo, es hacer mucho. Estoy convencido de que la serenidad santa de un hijo de Dios que sufre, es uno de los mejores sermones que puede ser predicado en el seno de una familia. A menudo, un santo enfermo ha sido de más provecho en un hogar que lo que pudiera haberlo sido el más elocuente teólogo. Los que lo rodean ven con cuánta dulzura se somete a la voluntad de Dios, con cuánta paciencia aguanta dolorosas cirugías y cómo Dios le da cantos en la noche. Ya ve, es usted muy útil. A veces, me han llamado a visitar a personas postradas en cama que no han podido levantarse desde hace muchos, muchos años; y me he enterado de que su influencia se ha extendido por toda su comunidad. Eran conocidas como pobres y piadosas mujeres o señores cristianos de experiencia, a quienes muchos los visitaban. Comentan pastores cristianos que muchas veces se benefician más de estar sentados media hora conversando con la pobre anciana Betsy que lo que han disfrutado leyendo los libros en su biblioteca, a pesar de que Betsy decía que ella no estaba haciendo nada. Considere su caso desde esa perspectiva y verá que puede alabar a Dios desde su lecho y hacer que su ambiente sea tan elocuente para Dios y para los demás como lo puede ser este púlpito.


Además, queridos amigos, ¿no les parece que, a menudo, limitamos nuestra idea de servir a Dios a las prácticas públicas del santuario y olvidamos cuánto espera nuestro Señor nuestra fidelidad y obediencia personal? Dice usted: “No puedo servir a Dios” cuando no puede enseñar en la escuela dominical o predicar desde el púlpito, cuando no puede integrar una comisión o hablar desde una plataforma, como si estas fueran las únicas formas de servir que hubiera. ¿Acaso no piensa usted que una madre que alimenta a su bebé está sirviendo a Dios? ¿No piensa que los hombres y mujeres que cumplen con su trabajo a diario y con las obligaciones de la vida doméstica con paciencia y productividad están sirviendo a Dios? Si piensa lo correcto, sabe que sí. La empleada doméstica que barre una habitación, la señora que prepara una comida, el obrero que clava un clavo, el negociante que trabaja en su libro de contabilidad, debe hacer todo como un servicio al Señor. Aunque, por supuesto, es de desear que cada uno y todos tengamos una obra religiosa para realizar, es mucho mejor santificar nuestros quehaceres comunes y hacer que nuestro trabajo diario resuene con melodías de un alma en armonía con el cielo. Si dejamos que la verdadera religión sea nuestra vida, entonces nuestra vida será la verdadera religión. Así es como debe ser. “Y todo lo que hacéis, sea de palabra o de hecho, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él” (Col. 3:17). Por lo tanto, hagamos que la corriente de nuestra vida cotidiana, a medida que se desenvuelve —oscura, inadvertida— sea santa y valiente. Descubriremos así que, mientras “también sirven los que sólo se detienen y esperan”, no será olvidado el que sencillamente se sienta a los pies de Jesús y escucha sus palabras cuando es todo lo que puede hacer. Éste es servicio realizado para él, que él aprecia, no importa quién se queje.


Sepa, mi querida hermana, que por sus sufrimientos el Señor la ha hecho más compasiva. Usted, mi querido hermano, que por las disciplinas con que ha sido castigado, ha aprendido a ser consolador. ¿Dice que no puede hacer nada? Yo sé algunos secretos que usted no sabe. No se ve usted como lo veo yo. ¿Acaso no trató el otro día de alentar a un pobre vecino contándole lo bueno que fue el Señor con usted cuando estaba enfermo y como brotó una lágrima sagrada derramada por el dolor de un prójimo? ¿No es acaso su costumbre, aunque usted mismo sufre, decirles a otros que sufren igual que usted, algunas palabras en nombre de su Maestro cada vez que puede? Me dice usted que no puede hacer nada. ¡Alma querida, sepa que animar a los santos de Dios es una de las obras más dignas de las que se puede ocupar! Dios envía profetas a sus siervos en los momentos cuando necesitan ser reprochados. Si quiere reconfortarlos, por lo general les envía un ángel, porque esa es la tarea del ángel. Leemos que a Jesucristo mismo le fueron enviados ángeles para servirle ¿Cuándo? ¿Acaso no fue en el jardín de Getsemaní cuando estaba abrumado por el dolor? Consolar no es una tarea cualquiera, es una especie de obra angelical. “Y se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle” (Lc. 22:43). A los israelitas les fue enviado un profeta para advertirles de su pecado, pero cuando Gedeón necesitaba aliento para salir y pelear por su patria, fue un ángel del Señor quien se le acercó. Por todo esto, creo que la obra de reconfortar es obra de los ángeles.





Ustedes, queridos hombres y mujeres de buen corazón, que piensan que no pueden hacer nada para reconfortar o consolar con palabras alentadoras a almas desanimadas y angustiadas, si lo hicieran estarían cumpliendo una misión muy bendecida y convirtiéndola en una obra que a muchos pastores les resulta difícil cumplir. Conozco algunos que nunca han tenido sufrimientos y enfermedades, y cuando tratan de reconfortar al pueblo cansado de Dios, lo hacen con lamentable torpeza. Son como elefantes que levantan alfileres; pueden hacerlo, ¡pero requiere un gran esfuerzo! Los hijos de Dios que han pasado por pruebas se reconfortan mutuamente con amor, lo hacen como si hubieran nacido para eso. Comprenden el arte de decir una palabra a tiempo al cansado y, cuando éste es el caso, no pueden quejarse diciendo que no están haciendo nada.


Ahora, amados, para ustedes que pensaban que no hacían nada y en este momento, espero, perciben que son útiles, sepan que puede haber un territorio más amplio hacia el cual avanzar. Eleven esta noche la oración de Jabes, quien era más honorable que sus hermanos porque su madre lo dio a luz en dolor. Ésta fue su oración: “¡Oh, sí me dieras bendición, y ensancharas mi territorio!” (1 Cr. 4:10). Pídale a Dios que le dé un campo de utilidad más amplio y él lo hará. Ahora quiero dirigir unas palabras a otro tipo de obreros…

II. A los que creen que han sido descartados. “Querido señor”, puede decir alguno, “necesito que me aliente. Antes era útil. Por lo menos, me contaba como uno de un grupo de hermanos que trabajaban unidos con mucho entusiasmo, pero ahora que me he mudado, soy un desconocido en el vecindario donde vivo, y me siento descartado. No he hecho últimamente nada y esto me inquieta. Ojalá pudiera volver a trabajar”. Mi querido hermano, espero que lo haga. No pierda ni cinco minutos en decidirse. Estos tiempos necesitan tanto esfuerzo cristiano que, cuando alguno me pregunta: “¿Cómo puedo trabajar para Cristo?”, acostumbro a decir: “Vaya y hágalo”. “Pero, ¿cuál es la manera de hacerlo?”. Comience inmediatamente. Ponga manos a la obra, mi hermano. No se siente ni un minuto. Por otro lado, supongamos que se ve obligado a dejar de trabajar por un tiempo; no permita que decline su interés por la causa de su Señor y Maestro. Algunos de los mejores obreros de Dios, alguna vez han tenido que tomarse un respiro por un tiempo. Moisés estuvo cuarenta años en el desierto sin hacer nada. Alguien más grande que él, nuestro bendito Salvador mismo, estuvo treinta años, no diré sin hacer nada, pero de hecho, sin hacer ninguna obra pública. Cuando se encuentra usted retirado o inactivo, aproveche para ir preparándose para el momento cuando Dios lo vuelve a activar. Si se encuentra marginado, no se quede allí, en cambio, ore al Señor pidiéndole que le dé entusiasmo para que cuando lo vuelva a usar, esté bien preparado para la obra que él tiene para que usted realice.


Mientras está inactivo, quiero que haga esto: Ore por otros que están activos. Ayúdelos. Anímelos. No se ponga de mal humor con resentimientos y menospreciando las obras de otros. Hay quienes, cuando no pueden hacer nada ellos mismos, no les gusta que nadie más sea diligente y trabajador. Diga en cambio: “Yo no puedo ayudar, pero nunca seré piedra de tropiezo, alentaré a mis hermanos”.


Pase su tiempo en oración a fin de estar capacitado para ser usado por el Maestro y, mientras tanto, comience ya a ayudar a otros. Se cuenta que cuando Gibraltar fue sitiada y la flota lo rodeó y decidió marchar sobre el peñón, el gobernador disparó un proyectil hirviente a los atacantes. A los enemigos no les gustó para nada el caluroso recibimiento del gobernador. Piense en cómo pudo hacerlo. Allí estaban los soldados de artillería disparando desde las murallas y, a cada uno de ellos, le hubiera gustado hacer lo mismo. ¿Qué hicieron los que no estaban a cargo de disparar? Pues, preparaban el proyectil, y eso es lo que tiene que hacer usted. Aquí, soy yo, por lo general, el principal artillero, prepárenme el proyectil, por favor. Mantengan el fuego encendido para que cuando dispare un sermón pueda estar al rojo vivo gracias a sus oraciones. Cuando ve a sus amigos… en el medio de la calle trabajando para Dios, si no puede usted sumarse a ellos, diga: “No importa; les voy a tener listo el proyectil. Aunque no puedo colaborar de ninguna otra manera, no faltarán mis oraciones”. Éste es el consejo para usted mientras se ve obligado a permanecer inactivo. Ahora quiero dirigirme a otros que están muy desalentados. Son…


III. Aquellos que tienen pocos talentos. “¡Oh”, dicen, “cómo quisiera servir a Jesucristo como Pablo o como Whitefield7, que pudiera recorrer todo el país proclamando su nombre y ganando a miles para el Señor! Pero soy lerdo para hablar y de pocas ideas, y lo que intento produce poco o ningún efecto”. Bueno, hermano, asegúrese de hacer lo que puede. ¿Recuerda la parábola de los hombres a quienes les confiaron talentos? No quiero enfatizar demasiado el hecho de que fue el hombre con un solo talento el que lo enterró. Pero, ¿por qué es él, el que es presentado como el que lo hizo? No creo que haya sido porque los hombres con dos y cinco talentos nunca enterraron los suyos, sino que la tentación es más fuerte para la gente que tiene sólo un talento. Dicen “¿Qué puedo hacer? No sirvo para nada. Tendrán que excusarme”. Esa es la tentación.


Hermano, no caiga en esa trampa. Si el Señor le ha dado sólo un talento8, él no espera que gane tantos intereses como el que tiene cinco; pero, igual, sí espera que le rinda interés. Por lo tanto, no entierre su talento. No es sino con la fuerza que nos es dada que cualquiera de nosotros puede servirle. No tenemos nada para consagrarle, sino el don que primero recibimos de él. Usted es débil. Siente que lo es. ¿Pero qué le dice su Dios? “No con ejército, ni con fuerza, sino con mi Espíritu, ha dicho Jehová de los ejércitos” (Zac. 4:6). El Señor puede hacerlo útil, aunque no tenga cualidades extraordinarias. ¡Una bala puede dar muy buen resultado, aunque no puede compararse con una granada o una bomba!


El pecador puede ser llevado a Cristo por la sinceridad sencilla de un campesino o un artesano sin tener que recurrir a la elocuencia de un erudito o de un predicador. Dios puede bendecirle mucho más de lo que usted cree que es su capacidad, porque no es cuestión de su habilidad, sino de la ayuda divina. Me dice usted que no tiene confianza en sí mismo. Entonces le ruego que se refugie en Dios porque es evidente que necesita más de su ayuda. Ponga manos a la obra, la ayuda es suya si la quiere. Él fortalece al cansado. “Los muchachos se fatigan y se cansan… pero los que esperan a Jehová tendrán nuevas fuerzas” (Is. 40:30-31). De hecho, creo que es posible que sea usted más provechoso que si tuviera cinco talentos porque ahora orará usted más y dependerá más de Dios de lo que lo habría hecho si hubiera tenido fuerza en sí mismo.


Una palabra más. Dado que no está dotado usted de muchos talentos, cuide los que tiene. ¿Sabe cómo los comerciantes y vendedores que tienen poco capital se arreglan para competir con los que cuentan con más medios? Procuran reponer su dinero cada día. El vendedor ambulante no puede venderles a los caballeros que le pagarían en tres meses. Él no. A él tienen que pagarle en el acto para poder comprar más mercadería a la mañana siguiente y volver a hacer lo mismo; de otra manera, no podría ganarse la vida con un capital tan reducido. Si tiene usted sólo una moneda, hágala circular y obtendrá más ganancia que otro que se guarda su billete. La actividad, a menudo, compensa la falta de habilidad. Si usted no puede obtener fuerza por el peso del balón, obténgalo por la velocidad con que surca por el aire. El hombre con un solo talento que arde de pasión es una gran molestia para el diablo y un campeón para Cristo. En cuanto a ese gran erudito con cinco talentos que actúa con tanto desgano, Satanás siempre lo puede aventajar y ganar el día. Si usted, simplemente, puede hacer circular continuamente su talento en el nombre de Dios, logrará grandes maravillas. Por lo tanto, lo animo a trabajar para el Señor. Ahora quiero dirigirme a otro grupo…


IV. A los obreros que están pasando por grandes dificultades. He vivido días cuando las perplejidades me gustaban, los dilemas me encantaban y, en lugar de rechazar una tarea difícil, la cumplía con placer. Aun ahora, me gusta tratar de resolver un problema e intentar hacer lo que otros rechazan. Nada que valga la pena en este mundo puede lograrse sin dificultad. Los diamantes más grandes se encuentran bajo rocas pesadas que los perezosos no pueden quitar. Casi no vale la pena hacer las cosas fáciles. Frente a las dificultades, el hombre de espíritu apasionado y perseverante, cobra ánimo, agudiza su mente y se vale de toda su capacidad para lograr un objeto que recompense sus esfuerzos. ¿Tiene usted muchas dificultades, querido amigo? No es el primer obrero de Dios a quien le ha tocado enfrentar dificultades. Pensemos nuevamente en Moisés. Su misión era sacar a Israel de Egipto, pero hacerlo no era tan simple. Tenía que presentarse ante el Faraón y comunicarle el mandato de Dios. Faraón no le hizo caso cuando le dijo: “Deja ir a mi pueblo” (Éx. 5:1). El orgulloso monarca se sorprendió en gran manera al oír que alguien, especialmente un hebreo, le hablara de ese modo, y lo echó de su presencia. Pero él volvió diciendo: “Jehová ha dicho así: Deja ir a mi pueblo” (Éx. 8:1) y, ni así, su valentía se vio coronada con un éxito inmediato. Los egipcios sufrieron una plaga tras otra hasta que al fin se quebrantó el corazón del orgulloso Faraón, los israelitas fueron librados de la mano del que los aborrecía y Egipto se alegró cuando partieron. No obstante, éste no era más que el comienzo de la misión de Moisés. La suya fue una vida difícil: El hombre más humilde, pero el más provocado. Hasta haber llegado al monte Nebo donde su Señor despidió su alma, nunca dejó de sufrir dificultades.


Ningún bien, afirmo, especialmente ningún bien realizado para Dios, está exento de dificultades y no es resistido por el adversario. Fíjese en Nehemías, Esdras, Zorobabel y aquellos que reedificaron la ciudad de Jerusalén. Estos buenos hombres trabajaron con dedicación, pero Sanbalat y Tobías se burlaban y reían de ellos, y trataban de derrumbar el muro. Si alguien edifica una ciudad sin dificultad, puede estar seguro de que no será Jerusalén. En cuanto empezamos a trabajar para Dios, nos topamos con un gran poder que obra contra nosotros. Si encontramos oposición, considerémoslo como una buena señal. Cuando nuestros jóvenes van a algún pueblo para predicar y quiero saber cómo les va, después de escuchar sus historias, pregunto: “¿Te ha calumniado alguien ya? ¿Dicen los periódicos que eres un tonto?”. Si me contestan que no, deduzco que poco están haciendo.


Cuando la causa de Cristo prospera, el mundo reprende al ganador de almas. Si perjudica usted al reino del diablo, éste le atacará. Si su senda es llana, es porque él dice: “No hay nada que me perjudique en las palabras monótonas de ese hombre. No necesito lanzarle la flecha llameante de la calumnia. Es insignificante. Lo dejaré tranquilo”. El hombre así, por lo general, se pasa la vida muy cómodo. La gente dice: “Es un hombre callado y tranquilo”. No queremos soldados como él en el ejército de Cristo. “¡Qué persona tan molesta!”, dijo cierta vez un rey acerca de un oficial cuya espada golpeteaba el piso. “Esa espada de él no le puede hacer mal a nadie”.


“Su Majestad”, contestó el oficial, “eso es exactamente lo que sus enemigos creen”.


Cuando los impíos dicen que molestamos, no nos importe que no nos quieran. Si los enemigos del rey creen que somos alborotadores, tomémoslo como un gran elogio. Cuando usted, mi querido hermano, se encuentra con oposición, responda con oración. Tenga más fe. Los antagonistas nunca debieran impedirle marchar adelante en la causa de Cristo. El diamante sólo con diamante se corta. No hay nada en este mundo que sea tan duro que no se pueda cortar con algo más duro. Si le pide a Dios que le arme el alma de valor hasta lograr la conquista y que haga que su determinación sea firme como una roca diamantina, podrá abrirse paso por una montaña de duro diamante en el servicio de su Señor y Maestro.


Quiero ahora animarlo a que sea valiente ante los que lo atacan. Las fuerzas que se han juntado en su contra pueden ser piedra de tropiezo para los necios, pero resultarán ser un estímulo para los fieles. Un día, su honor será mayor y su recompensa superior por estos elementos adversos. Por lo tanto, sea valiente y no tema, marche adelante con el poder de Dios.


Quiero ahora dirigir algunas palabras de consuelo a otro tipo de obreros…


V. A los que no se sienten apreciados. No voy a decir mucho porque no me merecen mucha lástima. No obstante, sé que, aun la ofensa más pequeña, afecta al que es demasiado sensible. Murmura: “Doy lo mejor de mí y nadie me lo agradece”. Se siente mártir y se queja de que no lo comprenden. Confórmese, querido amigo. Esa misma fue la suerte que corrió su Maestro y la que le toca a todos sus siervos. Es la cruz que todos tenemos que cargar, de otra manera nunca usaremos la corona. ¿Se cree que esto es algo nuevo? Acuérdese de José: Sus hermanos no lo aguantaban. No obstante, fue él quien salvó a su familia y la alimentó en el tiempo de la hambruna. Fíjese en David: Sus hermanos le preguntaron por qué había dejado el cuidado de las ovejas para ir a la batalla, sospechando que su soberbia lo había impulsado a sumarse a los soldados y sus estandartes. No obstante, nadie había podido cortarle la cabeza a Goliat y presentársela al rey; pero el muchacho David sí pudo. Aprenda una lección del esforzado héroe: No preste atención a lo que sus hermanos dicen de usted. Vaya y vuelva con la cabeza del gigante.


Una empresa audaz es la mejor respuesta a las acusaciones malignas. Si usted está sirviendo al Maestro, deje que las habladurías lo muevan a una mayor consagración. Si protestan contra usted porque es demasiado atrevido, sirva al Señor con más vigor y acabará usted con su ponzoña. ¿Comenzó usted a trabajar para Cristo a fin de ser honrado por los hombres? Si es así, retírese porque lo hizo por un motivo inaceptable. Pero si lo hizo puramente para honrarle a él y ganar su aprobación, ¿qué más puede querer? Por lo tanto, no se desanime porque no lo aplauden. Esté seguro de esto: Estar en el rango más inferior, a veces es necesario para recibir honra en el futuro. Si usted toma un hombre, lo pone al frente, lo palmea y dice: “¡Qué grande eres!”, no pasará mucho tiempo antes de que dé un paso en falso y allí terminará su héroe. Pero cuando alguien que Dios ha puesto al frente, a menudo es uno que todos critican, le encuentran defectos y acusan de impostor; no obstante, las acusaciones ridículas a las que está expuesto, le ayudan a equilibrar sus pensamientos. Cuando tiene algún éxito, no lo arruinará el engreimiento; la gracia de Dios los llevará a inclinarse ante él con gratitud. La espada fabricada para la mano real, destinada a herir mortalmente al enemigo tiene que ser acrisolada en el horno una y otra vez. No puede ser efectiva para una obra tan imperiosa hasta haber pasado por el fuego muchas veces. No pida que lo aprecien. Nunca se rebaje a tanto. Valórese usted con una limpia conciencia y deje su honra en las manos de Dios. Tengo que hablarles ahora…


VI. A aquellos que están desalentados porque han tenido poco éxito… ¿Hay algunos entre ustedes que temen haber trabajado en vano y gastado sus fuerzas inútilmente? Les exhorto, queridos amigos, que no se sientan satisfechos con solo sembrar la semilla, a menos que tengan una buena cosecha. No obstante, no se desalienten al grado de darse por vencidos debido a alguna contrariedad. Aunque no puedan conformarse si no dan fruto, no dejen de sembrar sólo porque una temporada sea un fracaso. No quisiera que nuestros amigos agricultores dejaran la agricultura porque este año tuvieron una mala cosecha. Si midieran sus perspectivas futuras con su fracaso de hoy, sería lastimoso. Si ustedes han predicado, enseñado o trabajado para Cristo con poco éxito hasta ahora, no deduzcan que fracasarán siempre. Laméntense por la falta de prosperidad, pero no renuncien a la labor de buscarla. Pueden lamentarse con razón, pero no tienen derecho a darse por vencidos.


El fracaso es una prueba de fe que han tenido que pasar muchos siervos fieles de Dios que han triunfado al final. ¿Acaso los discípulos no trabajaron toda la noche sin pescar nada? ¿Acaso no dijo nuestro Señor que una semilla caería entre las piedras y algunas entre espinas y que éstas no darían fruto? ¿Qué resultados tuvo Jeremías? No dudo que haya trabajado y que Dios lo bendijera, pero el resultado de su predicación fue como él mismo dijo: “Se quemó el fuelle” (Jer. 6:29). Le había soplado tanto al fuego con el fuelle hasta quemarlo, pero ningún corazón se había derretido. Dijo: “¡Oh, si mi cabeza se hiciese aguas, y mis ojos fuentes de lágrimas…!” (Jer. 9:1). No sé cuál habrá sido el resultado del ministerio de Noé, pero sé que fue predicador de la justicia por ciento veinte años y, no obstante, nunca trajo ni un alma al arca, excepto su familia. A juzgar por la influencia que tuvo, podemos tachar su predicación como muy deficiente. Sin embargo, sabemos que fue una gran predicación, tal como Dios mandó. Entonces, no lamente el tiempo o la energía que puso en el servicio de nuestro gran Señor porque no ve que sus esfuerzos prosperen, pues mejores siervos que usted han llorado su fracaso.

Recuerde también que si usted realmente sirve al Señor, de hecho y de corazón, él le aceptará y reconocerá su servicio aunque no haya derivado ningún bien de él. El deber de usted es echar el pan sobre las aguas. Si no vuelve después de muchos días, no es responsabilidad suya. Su responsabilidad es desparramar la semilla, pero ningún agricultor le diría a su peón: “Juan, no me has servido bien, porque no hubo cosecha”. El peón tendría razón en responder: “¿Podría yo haber producido una cosecha, señor? Yo aré y yo planté. ¿Qué más podía hacer?”. De igual manera, nuestro buen Señor no es inflexible, ni demanda de nosotros más de lo que podemos hacer. Si usted aró y sembró, aunque no hubo cosecha, queda exento de culpa y su esfuerzo es aceptado.


¿Nunca se le ha ocurrido que quizá puede tocarle hoy preparar el terreno y labrar la tierra de la cual, obreros después de usted, obtengan una muy abundante cosecha? Tal vez su Señor sabe qué labrador eximio es usted. Él tiene un campo grande y no está en sus planes que sea usted el que cosecha porque sabe qué buen sembrador es y, como tiene sembradíos que necesitan ser labrados todo el año, lo mantiene ocupado en esto. Él lo conoce mejor de lo que se conoce usted mismo. A lo mejor, si alguna vez le dejara subir al carro cargado de sus propios frutos, se le iría a la cabeza y todo terminaría en un fracaso, entonces dice: “Sigue arando y plantando, y otro levantará la cosecha”.


Quién sabe si cuando haya terminado su carrera, pueda ver desde el cielo –donde no correrá peligro verlo— que no trabajó en vano ni gastó inútilmente sus energías. “Uno es el que siembra, y otro es el que siega” (Jn. 4:37). Así es la economía divina. Creo que cada uno que ama a su Maestro dirá: “Siempre que haya una cosecha, no cuestionaré quién trae los frutos. Dame suficiente fe para estar seguro de que la cosecha vendrá y estaré satisfecho”. Considere a Guillermo Carey9, quien fue a la India con esta oración: “India para Cristo”. ¿Qué alcanzó a ver Carey? Bien, vio suficiente éxito como para regocijarse, pero, por cierto, que no vio todo el cumplimiento de su oración. Desde entonces, han ido sucesivamente otros misioneros y han dedicado sus vidas a ese vasto campo. ¿Con qué resultado? Un resultado más que suficiente como para justificar su trabajo, pero, comparado con los millones que siguen en el paganismo, dista mucho de lo que la Iglesia ansía y mucho de alcanzar la corona de Cristo. No importa cómo le va a cada obrero. El poderoso imperio volverá al Redentor y casi puedo imaginar en los registros del futuro, la frase: “Estos son los nombres de los valientes que tuvo David”, al consignar las acciones valientes de los héroes del Señor que serán descritas en sus crónicas.


Cuando la vieja catedral de San Pablo, en Londres, tuvo que ser derribada a fin de dar lugar al edificio actual, los obreros se encontraron con que algunas de las paredes eran de rocas durísimas. Christopher Wren10 decidió tirarlas abajo con un viejo ariete romano. El ariete comenzó a golpear y los obreros siguieron con el trabajo hora tras hora y día tras día, aparentemente, sin ningún resultado. Daban golpe tras golpe contra las paredes, tremendos golpazos que hacían temblar a los curiosos. Las paredes seguían en pie al punto de que muchos llegaran a la conclusión de que todo era inútil. Pero el arquitecto sabía que cederían. Siguió golpeando con su ariete hasta que la última partícula de las paredes sentía los golpes y, por fin, ¡se vinieron abajo con un tremendo estruendo! ¿Felicitó alguien a los obreros que habían causado el colapso final o les adjudicaron a ellos el éxito? No, para nada. Fue por el esfuerzo de todos. Los que se habían tomado tiempo para comer y los que habían iniciado el trabajo años antes, merecieron tanta honra como los que habían dado el golpe de gracia.


Sucede lo mismo en la obra de Cristo. Tenemos que seguir golpeando, golpeando y golpeando hasta que, aunque no suceda hasta dentro de mil años, ¡el Señor triunfará! Podría ser que Cristo venga pronto, podría ser que demore diez mil años. Pero sea como sea, la idolatría tiene que morir y la verdad tiene que reinar. Las oraciones y energías a través del tiempo producirán el éxito, y Dios será glorificado. Perseveremos en nuestros esfuerzos santos, sabiendo que, al final, tendremos la victoria. Cuando cierto general estaba en batalla, le preguntaron: “¿Qué hace?”. Respondió: “No mucho, pero sigo dándole duro y parejo”. Eso es lo que debemos hacer nosotros. No podemos lograr mucho de una sola vez, pero tenemos que seguir insistiendo y, con el tiempo, llegará el fruto anhelado.


Es posible, queridos amigos, que aunque creen haber tenido poco éxito, han tenido más de lo que se imaginan. Puede haber otros que por no obtener éxito sienten que tienen que cambiarse a otra parte o intentar algún otro método. Si no nos va bien de una manera, tenemos que probar otra. Lleve el asunto a Dios en oración. Clame al Señor con todas sus fuerzas porque él le dará la victoria y de él será la gloria. Cuando lo haya humillado, cuando le haya enseñado lo ineficiente que es usted, cuando lo haya llevado al punto de desesperarse y tener que confiar implícitamente en él, entonces puede ser que le dé más trofeos y triunfos de los que jamás hubiera soñado. De cualquier manera, si yo prospero o no en la vida, no es la cuestión. Llevar almas a Cristo es mi meta principal, pero no es la prueba definitiva del éxito en mi ministerio. Mi responsabilidad es vivir para Dios, crucificar el yo y entregarme a él completamente. Si eso hago, pase lo que pase seré aceptado.


Quisiera tener el espíritu de aquel valiente anciano condenado a la hoguera. Sabía que la sentencia se llevaría a cabo a la mañana siguiente, pero con un alma llena de valentía y con un corazón alegre, lo último que hizo la noche anterior fue conversar con sus amigos –a pesar de haces de leña y fuego que enfrentaría en la mañana—y le dijo a uno de ellos: “Soy un viejo árbol en el huerto de mi Señor. Cuando era joven, por su gracia, di pocos frutos. Eran verdes y agrios, pero él los toleró; la edad me ha suavizado y he podido, también por su gracia, dar fruto para él. Ahora el árbol ha envejecido y mi Señor va a talar y quemar el viejo tronco. Pues bien, dará calor al corazón de algunos de sus fieles mientras me estoy consumiendo”. Hasta esbozó una sonrisa por la alegría de pensar que podría cumplir un propósito tan bueno.

Quiero que usted tenga ese mismo espíritu y diga: “Viviré para Cristo mientras soy joven. Moriré para él y daré calor a los corazones de mis hermanos”. Sabemos que las persecuciones de aquellos días de martirio engendraron un heroísmo y valentía entre sus discípulos que los que vivimos en tiempos de paz ni siquiera podemos imaginar. Se cuenta de la vieja iglesia bautista en Londres cuyos miembros fueron temprano una mañana a Smithfield11 para ver morir a su pastor en la hoguera. Cuando alguien les preguntó a los jóvenes para qué habían ido, respondieron: “Para aprender la manera de morir”. ¡Qué espléndido! ¡Habían ido para aprender la manera de morir!


¡Ah, vayamos a la Cruz del Maestro para aprender la manera de vivir y de morir! Reflexionemos sobre cómo se dio a sí mismo por nosotros y luego, salgamos aprisa y vivamos para él. “Estimado seré en los ojos de Jehová” (Is. 49:5), aunque creamos que no hayamos sido victoriosos, nuestra consagración incondicional será para nuestra honra el Día del Señor. Por nuestra vida santificada y nuestro servicio humilde, glorificaremos su nombre.


¡Oh Señor, determina nuestras obligaciones y anímanos en el servicio de tu casa! “Sea la luz de Jehová nuestro Dios sobre nosotros, y la obra de nuestras manos confirma sobre nosotros; sí, la obra de nuestras manos confirma” (Sal. 90:17). Sean las bendiciones de nuestro Dios del Pacto sobre ustedes, mis hermanos, en nombre de Jesús. Amén.


Tomado de un sermón predicado en el Tabernáculo Metropolitano, Newington, reimpreso por Pilgrim Publications.

https://www.chapellibrary.org/

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Charles H. Spurgeon (1834-1892): Predicador bautista inglés, el predicador más leído de la historia, aparte de los que se encuentran en las Escrituras. En la actualidad hay más material escrito por Spurgeon que ningún otro autor cristiano del presente o del pasado; nacido en Kelvedon, Essex, Inglaterra.


¡Bendito sea Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo! ¡Todos son consoladores! Dios el Padre es Padre de consolación. El Espíritu Santo es el Consolador. Cristo, igualmente, es el Dios de consolación. Sean cuales sean los medios externos, Dios el Padre, Hijo y Espíritu Santo son los consoladores. Acepte a los tres juntos como uno solo. —Richard Sibbes
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